Programa Público

Por Daniela Taragona

En el fondo del florero había una cruz de madera, un amarre. Celestina alzó los ojos al cielo. Había transcurrido el tiempo y en aquella pausa, ella adivinaba el porvenir quieto como las dos piezas de madera atadas bajo el agua.
En el cielo se dibujaban dos sombras gigantescas con forma indefinida. Celestina aguzó la vista y vio, en el centro de cada una, el brillo de dos estrellas lejanas por minúsculas. Sabía que el pasado se cifraba en la luz de ellas y que su colocación en medio de las sombras significaba una revelación. Ella estaba a punto de creer de nuevo. Celestina leía los objetos y armaba especiales efectos a través de sus combinaciones. Dos piedras eran la señal de las dualidades que pesan, por ejemplo, pero también de la materia que necesita ser fijada en el fondo de un estanque. Dos piedras que perviven rodeadas de peces y miran el transcurrir del día con el pasmo de lo que está hecho para permanecer o durar.
La mañana era espléndida. Bajo las hojas de las orquídeas habían aparecido dos catarinas. Más allá, en el horizonte confundido por los altos edificios, el sol formaba ondas de colores cálidos. Celestina pensaba en los encajes de su ropa interior. Esos hilos finos que cubrían su piel para permitir que la luz le sacara formas de jardín. Estaba concentrada en hacer que sus deseos tuvieran espacio, en medio de aquella época tan deslucida. Con las manos juntas sobre el pecho, como si se encontrara sumida en la oración, ella fue con sus pensamientos hacia atrás en el tiempo.

Las ventanas de la clínica eran opacas. Ella adivinaba la forma del cuerpo de su padre sobre la cama eléctrica. Los médicos habían hablado para decir lo que consideraban cierto: desahuciado estaba. No por enfermedad, sino por el destello cruel de la vejez sobre su nuca. Celestina había pasado la noche anterior sin revolver la taza con el té. Había dejado, en el fondo, el azúcar para que al llegar al final el sabor dulce le diera cierta esperanza que veía extraviada. Estaba dispuesta a salvar la vida de su padre.

En el mercado, recogió con las dos manos un racimo de pensamientos y otro de gladiolas. El vendedor de flores esperó hasta que fuera ella quien extendiera la mano derecha con el pago para darle, ceñido a su generosidad, dos flores rosadas parecidas a las margaritas. Celestina llevó abrazadas a las flores hasta que entró a su casa. Allí hizo lo que planeaba. En el florero brillante puso las dos piedras que había recolectado con las flores, luego, sumergió el amarre en forma de cruz y, al final, puso erguidas a los pensamientos y las gladiolas. Espero un poco para observar el cielo por primera vez mientras alimentaba los conjuros.

La casa no contribuía al silencio necesario. La avenida que la cruzaba por detrás daba espacio para los motores furibundos de los autobuses. Como si cruzara un bosque, Claudia la recorría por la tarde. Había extraviado su anillo de compromiso. Quizá lo hacía sin darse cuenta: el filo del metal delgado le lijaba el anular como un aviso. Recordaba haberlo puesto dentro de una canasta, arropado por la paja entretejida. La canasta tampoco aparecía ante sus ojos, aunque siempre había permanecido en el mismo sitio: esquinada encima del librero.
Se sentó a pensar en la orilla de la cama. Miró alrededor suyo. Jaime había salido de la casa desde el inicio de la tarde para no volver temprano. En los rincones, Claudia solía imaginar la presencia de criaturas súper dotadas. Tenía la fantasía de figurar, sobre el aire nítido de la mañana, el cuerpo de un duende con un miembro enorme que la miraba desde el baño de visitas. Ella no se detenía a reflexionar acerca de las imaginaciones que la tomaban, tampoco se atrevía a contarle a Jaime que eran recurrentes. A veces, el pequeño duende estaba acompañado de un hada de alas verdes. Esta criatura señalaba el miembro del duende y dejaba que su ojo izquierdo se desviara hasta la cara desprovista de expresión de Claudia. Tal vez, en alguna ocasión, si a Claudia le hubieran preguntado por el temor ante estas criaturas, ella podría haber respondido que no le gustaban sus miradas.
Como era natural, esa tarde Claudia concluyó que eran ellos quienes habían tomado la pequeña canasta con el anillo dentro. Deben habérselo llevado, se decía. Ellos, repetía, como si así conjurara para hacerlos manifestarse de nuevo.

Cuando llegó la noche y Jaime no había vuelto, Claudia había desistido de buscar. Ella venía de una familia de clase media. Sus creencias acerca de hechos de orden sobrenatural se veían siempre opacados por su educación laica. Abrió bien los ojos y pensó en sí misma. Algunas veces, era ella quien perdía los objetos dentro del bosque de la casa. Se sentó a esperar la aparición del anillo o quizá la de Jaime, tal vez en el fondo de sí aguardaba la visita de las criaturas. Sin embargo, algo nuevo ocurrió. Mientras cruzaba el pasillo que daba el borde a las escaleras, Claudia vio el cuerpo delgado del duende sobre el tercer escalón. Poco a poco, su rostro comenzó a delimitarse ante el fondo blanco de la pared. El duende le mostró los dientes largos que ella nunca había visto y siguió ascendiendo. Parecía que no pensaba detenerse. Con el miembro balanceándose entre las piernas, como un peso que le impedía el equilibrio, el duende llegó hasta el penúltimo escalón antes de acercarse al cuerpo de Claudia. Le extendió desde allí la mano y en el centro de la palma ella pudo distinguir el aro de su anillo.

Celestina recogió del suelo el pétalo de la orquídea a la que le faltaba el agua. Estaba detenida frente a la ventana y tenía la mirada perdida sobre el lomo de los edificios. Ella se despedía del pasado. El tiempo suele agolparse en la garganta cuando decidimos irnos. Tomó el bolso anaranjado y dejó su casa. Los adornos de flores estaban sobre la mesa del comedor. En el fondo del agua del florero mayor, las piedras bebían del líquido. En la mente de Celestina estaba dibujado el recuerdo de un parque. La iglesia amarilla relataba las historias de los vecinos. Sus murmullos eran parte de las piedras que rodaban sobre la tierra de las amplias jardineras. Tal vez por eso, en aquel lugar, Celestina había creído encontrar al amor.
Cuando llegó a casa de Claudia era de noche. Traía consigo las velas para encenderlas justo cuando dieran las doce.
Claudia le hablaba en susurros. Le decía cómo se había acercado a ella el duende y de qué manera inesperada le había extendido la mano con el anillo. Celestina refería las apariciones con relación a la Luna nueva. Procuraba justificar las visiones de su amiga con una voz tranquila y delgada. ¿Pero al hada no la volviste a ver? Le preguntaba con cierta intriga atrapada en los labios.
Claudia se miraba los pies a la manera de una procuración que otorgara sentido al instante de aquella conversación. Jaime no llegaría. Ella se miraba los pies y pensaba en el futuro. El compromiso podría estar en riesgo si el anillo no aparecía, le decía a Celestina. Es que cuando quise tomarlo de la mano del duende sentí un fuerte mareo y luego él desapareció, le contaba. Celestina volvía a detenerse con la voz suave sobre las palabras alteradas de Claudia.
Miraban el paso de la noche con copas en las manos. La verdad es que Claudia deseaba que el duende delgado volviera a aparecer para mostrárselo a Celestina. Su amiga creía en aquellas presencias y podría hablarles. Ella no. Ella se sujetaba a su ausencia de dioses y almas, en ello se le iba la vida.
¿Supiste lo del hombre que mataba a sus parejas? Le preguntó Claudia con los ojos llenos de alarma. Sí, respondió Celestina. Ayer hablé de eso con un amigo. Dicen que estaba siempre en el mismo bar. Los que solían ir lo conocían bien. Pues si lo conocían bien ¿cómo no adivinaron el horror guardado en su persona? Preguntó Claudia. No sé, dijo Celestina y encendió un cigarro.

Se quedaron dormidas una sobre la otra. Jaime abrió la puerta y las miró allí en el sillón. Era casi de mañana. La puerta de la cocina se abatió hacia afuera y apareció el duende con su miembro enorme. Ante los ojos de Jaime, caminó por la mitad de la sala y fue a recostarse justo al lado de ellas. Jaime no supo qué hacer. En un instante el duende estaba convertido en una persona común y a Jaime tampoco le gustaba su mirada.
El hada de alas verdes sobrevoló los cuerpos en descanso. Sólo Celestina, en medio del sueño, sintió el olor suave que despedían sus alas al batirse. El duende no dormía y tenía la vista sobre las piernas de Claudia. Afuera de la casa, alguien desconocido había quebrado el tallo de una planta. Jaime cerró la puerta tras de sí.

Claudia despertó a la mañana siguiente. Estaba sola. Se incorporó con un movimiento del sillón. En su anular izquierdo llevaba puesto el anillo de compromiso. En el piso de arriba, Jaime dormía abrazado al duende. Celestina ya preparaba el café.